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Un pueblo en las alturas

Los tibetanos son un pueblo de alturas, con un territorio que se extiende por toda la meseta tibetana, que se adentra también en las provincias de Yunnan, Sichuan, Gansu y Qinghai. Allí, donde comienza a elevarse el terreno, habita este pueblo orgulloso y curtido.

Al sureste de la provincia de Qinghai se encuentra el condado de Tongren, Regong (Valle Dorado) para los tibetanos. A cambio de treinta yuanes y cuatro horas, un autobús destartalado nos lleva allí desde Xining, la capital de provincia. Atravesamos paisajes áridos y montañosos por donde discurre el río Amarillo en su primer tramo, por ello sus aguas aún no arrastran los sedimentos que le otorgan el nombre. Los colores de la tierra cambian: rojo, amarillo, blanco y rojo otra vez, un contraste con el turquesa brillante de las aguas. Junto al río se extienden cultivos y pueblos de etnia musulmana, en su mayoría Salar y Hui, descendientes de mercenarios árabes que llegaron alrededor del año seiscientos por los caminos de la Ruta de la Seda.

Han pasado ya tres horas cuando dejamos atrás el río Amarillo para adentrarnos en las montañas. La carretera está salpicada por desprendimientos de tierra donde los coches se ceden el paso de mala gana.

Comienzan a vislumbrarse los primeros signos de cultura tibetana, siempre fiel a sus dioses, habitando cerca de ellos, compartiendo las alturas. Estupas, banderas votivas balanceándose al viento, enormes murales realizados en sitios imposibles, algunos de ellos incluso tallados. Como si de un repaso por la historia del arte tibetano se tratara, los primeros dibujos que nos cruzamos son más primitivos, sencillos y de color negro, representando figuras danzantes haciendo ofrendas de khadag, la tela de seda blanca habitual en las ofrendas tibetanas.

 

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El valle de Jiugu

Hemos ascendido a 2500 metros de altura, y dejamos atrás la polvorienta carretera para entrar en un valle de ensueño, formado en torno al río dGu-chu, Jiugu en chino. En sus riberas hay cultivos de cebada y trigo, dorados bajo el sol brillante. Abundan los árboles y las aldeas con casas bajas de adobe, las banderas tibetanas (tar-chog) ondeando en sus patios. Pero el protagonismo se lo llevan los numerosos monasterios, que destacan ostentosos y coloridos junto a las humildes casas.

Hace casi dos mil años, durante la dinastía Han, el valle era frontera entre el Imperio Chino y el Tibetano, por lo que fue zona de asentamiento para tropas del gobierno central chino. Aun así, la mayor influencia en el valle siguió siendo la cultura tibetana, con un gobierno que combinaba budismo lamaísta con política, teniendo como epicentro el monasterio de Longwu.

En el año 710 de nuestra era, época de la dinastía Tang, el valle fue entregado al imperio Tibetano, fruto de las negociaciones de paz entre ambos imperios. Desde entonces ha sido asentamiento tibetano, asimilando a los mongoles proto-turcos y a los descendientes de la etnia Qiang que habitaban el valle desde tiempos inmemoriales. Incluso en épocas muy posteriores a la caída del imperio Tibetano, los mayores grupos étnicos de la zona eran descendientes de los soldados tibetanos así como de colonos que vinieron del centro del Tíbet, quizás en busca de tierras donde la vida no fuera tan difícil.

Regong es también el centro más importante de arte tibetano, con 700 años de historia. Sus tangkas (pintura tibetana realizada sobre algodón o seda) y esculturas gozan de gran fama tanto en el sureste asiático como en los países occidentales.

Los tibetanos son un pueblo celoso de sus tradiciones, consciente de los riesgos que corre su identidad étnica en un país como China, donde el 95% de la población pertenece a la etnia Han. Siendo un pueblo que históricamente ha combinado siempre religión con gobierno, los aspectos religiosos impregnan casi la totalidad de su costumbres. Este temor religioso quizás se ha mantenido mejor que en otras culturas dada la estrecha relación que ha guardado este pueblo con la naturaleza, y la crudeza de habitar entornos tan inhóspitos como hermosos.

 

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Las religiones de los tibetanos: Popular, Budismo Lamaísta y Bön

La religión del pueblo tibetano no se limita al Budismo lamaísta, sino que también guarda importantes influencias de la religión Bön, hasta ahora poco estudiada. Antiguamente la religión que se extendía por toda Siberia y Asia Central era animista. Bön era la vertiente tibetana de esta religión, y a medida que se afianzaba en la cultura tibetana, empezaron a aparecer los primeros monasterios y desarrolló su propia doctrina. Pero después, apoyado por los reyes de la época, llegó el triunfo del Budismo. Fue entonces cuando Bön se convirtió en herejía y sus adeptos se vieron obligados a adoptar elementos de la religión budista para sobrevivir.

La religión tibetana es el resultado de la mezcla de religión popular, Budismo y Bön. Su rápida expansión se dio gracias a la intencionada asimilación de la religión popular. La única diferencia es que tanto la religión Bön como la budista tratan asuntos del otro mundo, como el karma y la reencarnación, mientras que la religión popular se preocupa de asuntos mundanos.

 

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El Festival Laru (Glu-rol)

El festival Laru o de Glu-rol es un rito comunal específico de la zona de Regong. Con elementos mágico-religiosos, se basa en la entrega de ofrendas a los dioses protectores así como en la comunicación con ellos a través de un médium o lhawa. Este festival se realiza anualmente entre el 15 y el 25 del sexto mes del calendario solar tibetano, el período del solsticio de verano que se denomina Glu-rol, de ahí que el festival también reciba este nombre. Suele durar tres días, pero los dioses pueden solicitar más días a través del médium. La función de este ritual es procurar prosperidad y salud a los habitantes del pueblo así como la fertilidad del ganado y buenas cosechas.

La zona de Regong tiene varias aldeas y esto hace que los festivales sean itinerantes. Los participantes de cada festival suelen pertenecer al mismo clan o tribu, mientras que los miembros de los clanes o tribus vecinas vienen a visitar los festivales de los demás como gesto de cortesía.

Según la leyenda, en tiempos del Imperio Tibetano las batallas entre chinos y tibetanos eran frecuentes en esta zona fronteriza, por lo que ambas partes sufrían grandes pérdidas. El tratado de paz que puso fin a la lucha se firmó en el día 22 del sexto mes, siendo el festival Laru una conmemoración de este tratado.

 

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Los dioses de la montaña

En cada una de las aldeas de Regong hay santuarios (ndekheng) donde se suelen albergar las estatuas de los tres dioses de la montaña: Moggul, Trazil y Nyenchin. Moggul es el más poderoso y anciano. La leyenda cuenta que proviene de Khamse, la “Montaña Roja”, y de allí el color rojo de su cara y su caballo. Trazil, un dios heroico, ayudó a los tibetanos a vencer a los musulmanes en una batalla que resultó definitiva para el pueblo tibetano. Nyenchin, el tercer dios, aunque importante para muchos tibetanos, no está presente en los rituales de Regong, ya que según la tradición no habita ninguna de las montañas que rodean el valle. Los dioses de la montaña participan en el festival a través del médium. Cuando el lhawa está en trance, el dios lo utiliza como medio para hablar o castigar a la gente por sus ofensas.

 

Comienza el festival

El primer día del festival, a primera hora de la mañana, hombres y niños en traje tradicional se dirigen a la colina que se encuentra tras el templo de Moggul, donde se erigen dos levtsis, especie de altares dedicados a los dioses de la montaña desde donde se alzan las pértigas que tienen los tar-chog, trozos de tela con mantras para que el viento los sople, llevándolos a todos los rincones, beneficiando el máximo posible de personas. A los pies de ambos altares se enciende un fuego, sobre el cual se vierten ofrendas de harina y alcohol. Hay dos lhawas, uno mayor que lidera la columna de hombres y otro más joven que permanece junto a los levtsis donde hacen la entrega de ofrendas. El mayor está fumando tranquilamente en animada charla con los hombres que están a su lado. Mientras, el más joven está en trance, su cuerpo se mueve con sacudidas y no para de resoplar, pero su mirada es lúcida e inquieta, siguiendo rápidamente los movimientos de los que entregan las ofrendas.

Se lanzan longtas al cielo, pequeños papeles de colores con la imagen de un caballo alado, que aprovechan la ascensión del humo para elevarse más, un símbolo auspicioso. Al poco rato el lhawa mayor comienza a dirigir la columna de hombres ladera abajo en dirección al templo, los mayores delante, los más pequeños cerrando la fila. El descenso va marcado por el pandero, interrumpido por algún grito elogiando a los dioses que es secundado con entusiasmo por el resto.

 

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Entrando en el templo por la puerta trasera, nos sorprende un hombre en cuclillas troceando un cordero, a sus espaldas hierve el agua en dos enormes calderos. Mientras, por la puerta delantera, el desfile de hombres se dirige al centro del patio en torno al cual se organizan los edificios del templo. Siempre siguiendo las órdenes que da el lhawa joven entre espasmo y espasmo, inician un baile de movimientos circulares, conformando una cambiante espiral que se va estrechando para permitir la entrada gradual del resto de los participantes. Comienzan a llegar las primeras jóvenes que tomarán parte en el baile y van al porche situado a la derecha del templo, donde se encuentran mujeres de todas las edades con los más pequeños. El baile de los hombres está dirigido a los dioses de la montaña, mientras que el de las mujeres está dedicado a los dioses del agua, también llamados klu. Mientras que para los hombres no hay límite de edad, las mujeres tan sólo pueden participar hasta el año en que se casan.

Siguen los bailes y el lhawa mayor se ha puesto a bailar frenéticamente, asistido por tres jóvenes que le rodean para controlar que no golpee a nadie, ya que eso sería interpretado como un castigo de los dioses. Junto a él, el lhawa más joven esparce alcohol y semillas por el suelo.

 

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Las mujeres se aproximan a los escalones que ascienden al templo portando ofrendas de yogur, semillas, alcohol y una especie de masa en forma de castillo. Cuando llegan al primer escalón, se suceden las llamadas a los miembros masculinos de su clan para que recojan los presentes, ya que si los entregaran ellas distraerían a los dioses con sus largas melenas, dificultando la comunicación con los hombres.

Sentados a la sombra, bajo los khadags ensartados en las columnas, los más ancianos observan con detenimiento los movimientos del lhawa, ya que son los únicos que pueden interpretar a los dioses. A medida que va pasando el día, el volumen de sus voces, sus risas o el tambaleo de algún anciano que atraviesa la plaza apoyado en un joven familiar evidencia que van dando buena cuenta de las ofrendas de alcohol. Como ellos afirman: “A los dioses les gusta beber, pero acompañados”.

De pronto, a una señal del lhawa, los hombres abandonan la plaza para dejar paso a las jóvenes que realizarán “el baile del dragón”. Aunque el límite de edad está en los 25 años, no parece haber ninguna que supere los 18. Esto se debe a que la gran mayoría de las jóvenes en esa edad están en la universidad y aún no han tenido tiempo de volver para el primer día del festival, aunque sí lo harán para los siguientes. Su indumentaria consiste en el vestido tradicional tibetano y unos ornamentos de turquesas y corales que cuelgan de su pelo. Los pesados ornamentos imitan las escamas de las deidades del agua para las que bailan. Las chicas se mueven al compás de un tambor con sonido suave y metálico, la mirada baja en actitud de sumisión. Con ambas manos extendidas sujetan las largas mangas para no mostrarlas, y realizan pequeños y tímidos gestos hacia adelante y hacia atrás, imitando el movimiento de olas. Al igual que los hombres, van en orden de edad, la mayor delante sujetando un khadag y las más pequeñas detrás, en actitud menos sumisa. Hay alguna de tan corta edad que resulta asombroso que sea capaz de seguir la fila, desorientada, buscando caras conocidas entre todas las que la miran y se ríen. Tras el baile del dragón, salen los hombres en grupos reducidos, bailando por turnos con y sin pandero, siempre bajo las indicaciones del lhawa joven, que continúa haciendo ofrendas, uniéndose a veces a ellos en el baile.

 

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Han pasado ya unas tres horas desde el inicio del ritual, y el lhawa llama a los bailarines de zancos, dos muchachos que danzan sobre unos zancos de color naranja, unos imitando la piel del tigre y otros la piel del leopardo de las nieves. Los muchachos alternan su baile con diferentes instrumentos, siempre asistidos por otros jóvenes que evitan que alguien los entorpezca. Tras la retirada de los zancos todo el mundo se levanta en señal de respeto. Hace su entrada en el patio un viejo lama, acompañado por dos jóvenes. Todo parece pararse mientras avanza hacia el templo. La presencia del lama es un acto meramente político, de cortesía, ya que no se le permite participar directamente en el ritual. Una vez desaparece en el interior del templo, el lhawa llama a bailar a los diablillos, dos muchachos descalzos y cubiertos con una máscara, que hacen movimientos de auténticos contorsionistas.

 

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Mientras se suceden los bailes, los hombres comienzan a llevar ofrendas para quemarlas en el altar que hay sobre el pórtico de entrada al templo. Al mediodía sale a bailar todo el conjunto de participantes en lo que parece el broche final de los bailes de la mañana. Terminado el baile, se van todos a comer para continuar después por la tarde. Los mayores se quedan cuidando del porche y comiendo el delicioso estofado de cordero preparado durante la mañana, que comparten con los pocos que aún permanecemos allí, fieles al ritual a pesar de que la actividad se haya reducido. Tan sólo quedan los guardianes que evitan que los dioses se sientan solos, pero las danzas no cesan. Es el momento de las bromas, y un grupo de viejos sale a bailar para la dicha del público, resultan entrañables sus torpes movimientos y el brillo de sus calvas al sol.

 

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A la tarde el número de presentes ha aumentado, es el momento en que la gente de otras aldeas viene a ofrecer sus respetos. Los bailes continúan al igual que por la mañana, además de contar con la actuación de un grupo de payasos, entre los que se reconoce a varios de los hombres que habían estado bebiendo alegremente en el porche.

 

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Ofrendas de sangre

Los siguientes días del festival son una repetición de los anteriores, con una excepción: el segundo día amanece lluvioso, y la presencia de extranjeros y curiosos ajenos al ritual es prácticamente nula. Quizás por eso, los hombres que querían hacer su ofrenda de sangre aprovechan ese momento para bailar con sus cuchillos, golpeándose la frente vehementemente con ellos hasta hacerla sangrar. Cuanto más copiosamente sangren, más auspicioso será para el hombre que hace la ofrenda. Esta práctica era más habitual antes, cuando las políticas liberalizadoras de Deng Xiaoping permitieron el renacimiento de las tradiciones religiosas que habían sufrido opresión durante los primeros años del régimen comunista. Sin embargo, el Budismo, que en definitiva es la religión dominante en el pueblo tibetano, está en contra de esta manifestación y su desaprobación total ha terminado por reducirla considerablemente, aunque todavía se practica en determinadas zonas y ocasiones, como esta mañana lluviosa en Regong.

Para los tibetanos estos rituales no forman parte de una religión sino que es una tradición: una tradición que les une, que facilita la cohesión de la comunidad y el restablecimiento de lazos así como una manera de reforzar, año tras año, su orgullosa identidad étnica.

Y es precisamente esta firme identidad, tan poco compartida por otras etnias en China, la que los distingue y convierte en un pueblo atractivo y misterioso como aún existen pocos.

 

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